martes, 14 de enero de 2014

Combatiendo ansiedad y depresión. Parte I y II

Términos como la ansiedad o la depresión ocupan un lugar destacado en nuestros tiempos, siendo asumidos como parte de nuestro lenguaje popular y encontrándose entre las causas más frecuentes de consulta.

Ambas comparten espacio con sentimientos como la tristeza, la angustia, el estrés o el miedo, inscritos en nuestro repertorio emocional y que con frecuencia reciben el mismo trato: el rechazo más ferviente.


La frase de Elli Wilcox que dio la vuelta al mundo, resume esa actitud generalizada hacia cualquier tipo de afecto penoso: “ríe y el mundo reirá contigo, llora y llorarás solo”, que bien merece una reflexión.

La solución más frecuente a la que recurrimos en primera instancia cuando la temida tristeza o angustia aparecen es el combate.

Como si de una guerra se tratase, perdemos de vista con facilidad que el enemigo al que intentamos aniquilar es el mismo que lucha en ambos bandos. Así resulta que tan fuerte como propinemos el golpe a la emoción, tan fuerte recibiremos su impacto, porque la lucha se establece de uno mismo contra uno mismo.

Un combate con múltiples armas donde todo vale: bien sean las pastillas, conocidas como ansiolíticos o antidepresivos; las imposiciones como: yo no debería estar triste o tengo que tranquilizarme;  las restricciones por asociación del tipo: si tuve ansiedad en (la cola de un supermercado) entonces dejo de ir a (los supermercados); las exigencias del disimulo (que nadie se de cuenta de si estoy nervioso o triste) o las buenas tareas: debo forzarme a salir, quedar, divertirme, con tal de no estar triste o angustiado.

Sin embargo la aceptación con frecuencia se convierte en la estrategia con más probabilidad de éxito en el litigio.

Primero porque como sucede con cualquier emoción, su curso sigue el dibujo de una campana: parte de una línea base, crece en intensidad, llega a un punto álgido en el que se mantiene para después volver a caer y reestablecer el estado anterior, previo a su aparición. 

Durante ese trayecto, gran parte de los intentos por alterar su curso natural puede generar el efecto contrario y hacer que se mantenga en el tiempo y en intensidad.
De manera que la solución pasaría del hacer (algo para remediarlo) a el no hacer (nada, estar, dejarlo estar, sin más complicación).

Pensemos por ejemplo en lo que sucede cuando nos entran ganas de reír en un contexto nada apropiado (imaginemos, en un entierro). Basta iniciar la lucha contra la risa para que la intensidad de la misma adquiera mayor importancia. Algo parecido sucede cuando alguien se propone luchar contra su tristeza o angustia: ese esfuerzo desesperado, en el que de paso vamos perdiendo fuerzas, afianza su presencia en nuestras vidas.

Con el segundo aspecto de la aceptación de la tristeza o de la angustia me refiero al hecho de prestarle un lugar de consentimiento aceptado, un espacio en el que permitir que se quede sin olvidar donde está la puerta de salida.

Y es que tanto la tristeza (también llamada depresión) como la angustia (más conocida como ansiedad) son las únicas invitadas que quieren estar allí donde no son bien recibidas y cuanto más pretendamos deshacernos de ellas, más protagonismo adquieren.
 
Pensemos ahora en lo que sucede cuando tenemos una visita de compromiso en casa. Primero, estaremos incómodos por su presencia, deseosos de que se marche pronto, lo que ya de por si hará que su estancia sea apreciada como más larga y tediosa.

Además, mientras ese invitado mal avenido se encuentre presente, veremos condicionada nuestra actitud, aficiones, deseos y rutinas, que girarán entorno a la conveniencia, en este caso, de la tristeza o la ansiedad.

Y puede ocurrir que dejemos de hacer aquellas cosas en las que encontramos placer o las que forman parte de lo cotidiano, como sentarnos a leer un libro, escuchar música, emprender un viaje, trabajar, encontrarnos con los nuestros, ir al cine, al supermercado, o simplemente estar sin hacer nada.

Concederle un espacio reservado en el que la tristeza o la angustia estén sin que estorben para otros menesteres, donde se mantengan en silencio sin contaminar nuestra vida, reconocer su estancia sin concederle mayor protagonismo, como el acompañante ignorado que  enturbia sin sentenciar nuestro camino,  nos libera de su condena.