Términos como la ansiedad o la
depresión ocupan un lugar destacado en nuestros tiempos, siendo asumidos como
parte de nuestro lenguaje popular y encontrándose entre las causas más
frecuentes de consulta.
Ambas comparten espacio con
sentimientos como la tristeza, la angustia, el estrés o el miedo, inscritos en
nuestro repertorio emocional y que con frecuencia reciben el mismo trato: el
rechazo más ferviente.
La frase de Elli Wilcox que dio
la vuelta al mundo, resume esa actitud generalizada hacia cualquier tipo de
afecto penoso: “ríe y el mundo reirá
contigo, llora y llorarás solo”, que bien merece una reflexión.
La solución más frecuente a la
que recurrimos en primera instancia cuando la temida tristeza o angustia
aparecen es el combate.
Como si de una guerra se tratase,
perdemos de vista con facilidad que el enemigo al que intentamos aniquilar es
el mismo que lucha en ambos bandos. Así resulta que tan fuerte como propinemos
el golpe a la emoción, tan fuerte recibiremos su impacto, porque la lucha se
establece de uno mismo contra uno mismo.
Un combate con múltiples armas
donde todo vale: bien sean las pastillas, conocidas como ansiolíticos o
antidepresivos; las imposiciones como: yo no debería estar triste o tengo que
tranquilizarme; las restricciones por
asociación del tipo: si tuve ansiedad en (la cola de un supermercado) entonces
dejo de ir a (los supermercados); las exigencias del disimulo (que nadie se de
cuenta de si estoy nervioso o triste) o las buenas tareas: debo forzarme a
salir, quedar, divertirme, con tal de no estar triste o angustiado.
Sin embargo la aceptación con
frecuencia se convierte en la estrategia con más probabilidad de éxito en el
litigio.
Primero porque como sucede con
cualquier emoción, su curso sigue el dibujo de una campana: parte de una línea
base, crece en intensidad, llega a un punto álgido en el que se mantiene para
después volver a caer y reestablecer el estado anterior, previo a su aparición.
Durante ese trayecto, gran parte
de los intentos por alterar su curso natural puede generar el efecto contrario
y hacer que se mantenga en el tiempo y en intensidad.
De manera que la solución pasaría
del hacer (algo para remediarlo) a el no hacer (nada, estar, dejarlo estar, sin
más complicación).
Pensemos por ejemplo en lo que
sucede cuando nos entran ganas de reír en un contexto nada apropiado
(imaginemos, en un entierro). Basta iniciar la lucha contra la risa para que la
intensidad de la misma adquiera mayor importancia. Algo parecido sucede cuando
alguien se propone luchar contra su tristeza o angustia: ese esfuerzo
desesperado, en el que de paso vamos perdiendo fuerzas, afianza su presencia en
nuestras vidas.
Con el segundo aspecto de la
aceptación de la tristeza o de la angustia me refiero al hecho de prestarle un
lugar de consentimiento aceptado, un espacio en el que permitir que se quede
sin olvidar donde está la puerta de salida.
Y es que tanto la tristeza
(también llamada depresión) como la angustia (más conocida como ansiedad) son
las únicas invitadas que quieren estar allí donde no son bien recibidas y
cuanto más pretendamos deshacernos de ellas, más protagonismo adquieren.
Pensemos ahora en lo que sucede
cuando tenemos una visita de compromiso en casa. Primero, estaremos incómodos
por su presencia, deseosos de que se marche pronto, lo que ya de por si hará
que su estancia sea apreciada como más larga y tediosa.
Además, mientras ese invitado mal
avenido se encuentre presente, veremos condicionada nuestra actitud, aficiones,
deseos y rutinas, que girarán entorno a la conveniencia, en este caso, de la
tristeza o la ansiedad.
Y puede ocurrir que dejemos de
hacer aquellas cosas en las que encontramos placer o las que forman parte de lo
cotidiano, como sentarnos a leer un libro, escuchar música, emprender un viaje,
trabajar, encontrarnos con los nuestros, ir al cine, al supermercado, o
simplemente estar sin hacer nada.
Concederle un espacio reservado
en el que la tristeza o la angustia estén sin que estorben para otros
menesteres, donde se mantengan en silencio sin contaminar nuestra vida,
reconocer su estancia sin concederle mayor protagonismo, como el acompañante
ignorado que enturbia sin sentenciar
nuestro camino, nos libera de su condena.