Vivimos en una sociedad
privilegiada donde casi cualquier cosa que imaginemos la tenemos a nuestro
alcance con relativa facilidad, incluso aquello que antes era impensable:
modificar nuestro cuerpo, lo más íntimo de la naturaleza.
Con los avances de la medicina,
se nos abre un mundo de posibilidades: la cirugía, recorto por aquí, amplio por
allá, perfecciono, rotulo.., o sin irnos demasiado lejos y sin necesidad de
entrar en el quirófano, hay más alternativas: todas elecciones personales y
personalizadas según el gusto del consumidor: que me sobran unos kilos:
pastillas para adelgazar, que van pasando los años: cremas antienvejecimiento,
que no me gusta el color de mis ojos: lentillas, que quiero cambiar de look: tintes de pelo.
Y es que nuestra imagen nos
condiciona, nos delata y con frecuencia refleja nuestro interior. Cuando
atravesamos malos momentos, descuidamos la apariencia o ésta habla por sí sola:
las noches en vela se traducen en ojeras, las preocupaciones en pérdida o
aumento de peso, los nervios en uñas mordidas, el desagrado en los ceños
fruncidos, la tristeza en miradas perdidas.
También los elementos que nos
acompañan dicen de nosotros, de cómo somos y cómo nos sentimos: las personas
con exceso de tareas no pueden por menos que llevar relojes que marquen con
exactitud los tiempos establecidos, las más detallistas atenderán al combinado
de la ropa con el esmalte adecuado, los más afortunados vestirán con los signos
de la marca. Los perfeccionistas con la ropa escrupulosamente planchada, los
convencionales con colores discretos, los innovadores con las últimas
tendencias.
Nos distinguimos por la imagen
pero también podemos manipular con adornos o sombrillas el sol que para algunos
alumbra y para otros deslumbra: hasta el
color de nuestra piel ocupa un lugar de importancia.
Antes el bronceado estaba
asociado a la clase más humilde que trabajaba sin techo, mientras los
privilegiados, podían vivir en la abundancia protegidos del sol sin salir de
sus casas. Como lo que sucedía en la Edad
Media : los vasallos trabajando las tierras de los señores
feudales: los blanquecinos frente a los morenos. Entonces la piel blanca era un signo de poderío económico.
Hoy en día esos gustos se han
invertido y el moreno ha pasado a ser un anhelo compartido. ¿Será quizás que
ahora los privilegiados son los que pueden tumbarse bajo el sol porque están de vacaciones o viven en ellas?
A veces las modas pueden ser caprichosas, aunque entrañen un sentido. Sin
embargo no vale la resignación: también tenemos los rayos uva tan solicitados
para aparentar.
Y es que nuestra imagen de fuera
completa la definición que tenemos de “dentro”, y con ella nos identificamos.
Tan atrevido es pretender que aquel que no es actor suba a un escenario, como
sugerirle al que viste entre la gama de colores marrón, negro y beige que se
compre un pantalón amarillo.
Quizás tenga que ver con su
manera de ser, con el intento de pasar desapercibido, con la seriedad, o en
definitiva, con su razón menos visible, la que solo uno sabe y renunciar a eso
sería como desprenderse de su esencia.
La imagen nos distingue de los
demás y marca nuestras peculiaridades.
No es una queja superficial la del niño que reivindica ropa nueva oponiéndose a
la herencia de su hermano mayor: él tiene su propia identidad.
Pero al igual que la conexión se
establece de lo de dentro a lo de fuera,
puede ocurrir y nos consuela pensar que también suceda lo contrario.
Sentada en la peluquería una vez
escuché a una joven pedir un cambio radical después de una ruptura amorosa. El
dolor puede camuflarse bajo los reflejos destelleantes y el verse diferente
puede ayudar a empezar de nuevo, a que la imagen que nos devuelve el espejo no
rememore el pasado, rompa de manera forzosa los esquemas y sirva como una nueva
forma de reconstrucción por dentro.
Una apariencia nueva, un sentido
distinto, un referente cambiado.