lunes, 30 de septiembre de 2013

La esencia de las cosas


Una joven y sabia amiga, reconocida profesora de la Universidad de Extremadura, entre risas y desvelos me contó una anécdota que le ocurrió con un alumno en su admirable tarea de enseñar.

Resulta que estaba explicando un concepto, no especialmente difícil, de los pocos diría yo que aun utilizado en el argot  técnico, está tan integrado en el lenguaje popular, que quien más o quien  menos todos tenemos una idea de a que se refiere.
A veces las cosas más sencillas hablan por sí solas y  cualquier explicación que pretendamos añadirle a lo que ya es toda una definición por si misma, podría desvirtuar la blancura de su esencia.

Intuyo que precisamente esa fue la lógica (o locura) que le llevó a responder sin titubeos: “a ver como te lo puedo explicar mejor, es como una especie de charirlonga, forrada de berlinga, que utilizan los baremos cuando treban con los gores”.

Me imagino los esfuerzos que aquel alumno, abrumado por semejante ensalada de palabras, debió sentir en su empeño por comprender algo.
Ambas coincidimos en que fue una pena no haber tenido en ese mismo instante una cámara que captara su expresión y pudiera inmortalizar el momento.

El caso es que además de teñir con un audaz humor la situación de desconcierto que puede invadir al que no-sabe o se coloca en el lugar del no-saber, sus palabras tuvieron impacto. Y es que, como diría Coderch,  los hechos son sordos y mudos, y son las palabras,  al vestirlos, las que lo cubren de significado.

Podemos escuchar muchas palabras en nuestro mundo hablado, pero no todas nos llegan de la misma manera. Detrás de cada palabra, se pega una realidad, la nuestra, una experiencia, una emoción o una representación.

Recuerdo que una vez leí un experimento ingenioso que se hizo con niños de diferente clase social. Consistía en relacionar cómo influía su percepción del dinero en función de la solvencia económica de los padres; y les pidieron que dibujaran una moneda, de un valor determinado, comprobando que había una notable diferencia entre ellos. Los niños “pobres” dibujaron la moneda en un tamaño muy superior al real, mientras que los “ricos” la hicieron más pequeña.

Seguramente mi amiga en sus clases, no descuida la importancia que la huella de las palabras tiene en sus alumnos.

Aprendemos aquello que nos marca y recordamos por semejanza de elementos, entendido desde su concepto más amplio: nuestra memoria es algo así como un gran cajón en el que depositamos aquello que percibimos: escenas, comentarios, imágenes, olores, sonidos, sensaciones…

Y además, hay como una especie de distribución ordenada: cada cajón guarda cosas similares conectadas entre sí por un complejo entramado de redes. Cuando percibimos algo del exterior, se evocan aquellos recuerdos que se le parecen.

Así nos explicamos el por qué de los deja vu, cuando creemos haber soñado o visto previamente algo que desconocíamos hasta ese momento. Basta que se active un contenido almacenado en nuestra memoria que comparta elementos con la situación que presenciamos para que la trampa esté servida; al igual que sucede cuando estamos inmersos en una atropellada algarabía con los amigos y terminamos recordando divertidas historias que habían caído en el olvido. Nuestro sentimiento de alegría rescata las vivencias alegres.  

Pero también ocurre que nuestra atención selecciona cuidadosamente aquello que nos interesa, sirve, o nos dice algo, como cuando aparentemente nos cruzamos con más personas con muletas al estar sufriendo nosotros una lesión, o nos compramos un coche nuevo y empezamos a ver más coches del mismo color y modelo como el que estamos estrenando.

Es grato conocer que algunas casualidades tienen explicación, es importante recordar que enseñar es un arte, es preciso saber que el recuerdo es algo más que memoria y parafraseando a Oscar Wilde, no hay que desestimar que a veces los tontos hacen preguntas que los sabios no pueden contestar.