Como cada día desde la última vez que nos vimos, pasé la mañana trabajando en la silla tapizada de historias y reforzada con soportes que mantienen la carga. Estoy tan acostumbrada a ocupar ese lugar, que casi se me olvida que yo también fui paciente, hasta que recibí tu llamada.
5 minutos de una conversación de
teléfono inesperada bastaron para reconectarme con el pasado cuando me diste la
terrible noticia. Te habían detectado un cáncer con el que has luchado y cuando
parece que la fuerza de la naturaleza lo venció, arrasa de nuevo esta vez para
quedarse.
En esos 5 minutos se mezclaron la
alegría del reencuentro que ninguno trató de disimular con lágrimas de dolor,
pero creo que si para reír no nos pedimos permiso, tampoco hace falta pedir
perdón cuando lloramos. Eso también lo podemos hacer juntos.
Nos hemos formado, entre tantas
cuestiones, para hablar del desafío de morir, acompañar a nuestros pacientes
cuando les comunican que su vida, como a todos, se les acaba; y sabemos bien
cómo ese conocimiento cambia el orden de prioridades. Cerrar los asuntos pendientes
antes de irnos es una buena fórmula para transitar el túnel, y me alegra que me
llamaras para que tengamos la oportunidad de vernos, esta vez sin un diván por
medio.
Ha llovido mucho pero recuerdo bien
el día que te conocí. Por mi cabeza rondaban dudas de cómo me iba a sentir
delante de un desconocido hablando de mi vida, pero cuando llegó el momento de
encontrarnos, se disiparon las inseguridades y supe que a tu lado tendría un
lugar en el que sentarme y descansar. Tu voz grave amortiguada con una inmensa ternura,
una mirada sin rodeos, transparente, de las que sugieren el reflejo de una
buena persona y unas arrugas que indicaban la experiencia del que no se
ruboriza fácilmente.
Hicimos grandes viajes: al parque
de atracciones con la niña que corre para explorarlo todo sin percatarse de
peligro alguno. Cuando fuimos al instituto con la adolescente rebelde que
buscaba definirse. Cuando abrimos el botiquín para echar mercromina en las
heridas de una historia familiar con sus entresijos. Cuando nos calzamos las
zapatillas de deporte dispuestos a fortalecer el músculo de la espalda que
sostiene la mochila del trayecto. Cuando tiramos al río las piedras que sobran
para caminar más ligeros. Y una vez lo
hicimos, ahora sí, cuando nos montamos en el avión que despega para volar sin
vértigo.
Aprendí a ser psicoanalista a tu
lado, pero sobre todo, aprendí a ser mejor persona.
Me enseñaste a disfrutar, a perseguir
mis deseos, a reconocer y festejar sin descanso lo bonito que ofrece la vida. Ayer,
sin ir más lejos, llené mi copa de vino acompañada por alguien que también te
conoce y brindamos por la suerte de habernos cruzado en tu camino. Las palabras
de admiración y cariño vieron caer la noche durante horas.
Mentor, maestro, compañero, estoy
convencida que así eres para muchas personas. Hay un legado que se extiende más
allá de nuestra mera presencia que perpetúan los demás como ecos de una
referencia: cuando te nombran, cuando enfrentan un miedo que ayudaste a superar,
cuando toman una decisión que cambia sus vidas, cuando crecen a tu lado…cuando ayudan
a crecer a otros.
Antes de esos 5 minutos de
conversación, tenía la maleta en el armario que guarda los recuerdos con cariño
cuidando de que el polvo no varíe su contenido, pero desde que me lo
propusiste, ya la tengo preparada en la puerta para reunirnos en la estación
con billete preferente.
En este largo viaje que llamamos
vida, las historias no tienen final si alguien continúa escribiendo después del
punto.
A mi querido J.A.J.G.