Claude
Steiner desarrolló una teoría muy interesante que nos dice que el ser humano
para desarrollarse necesita la caricia externa. Y la caricia no entendida
exclusivamente como el contacto de piel con piel. La caricia entendida desde su
sentido más amplio como todas aquellas interacciones que recibimos de los demás
y que nos hacen “aparecer”: una mirada, un comentario, una palabra de
reconocimiento, una sonrisa. Todo aquello que denota que existimos para el
otro, que contamos.
Dalí
decía: “que hablen bien o mal de mí, pero que hablen de mí”, y con eso se
refería a esa necesidad de ser vistos. Y claro que preferimos recibir la
caricia positiva, aquella que nos revaloriza ayudando así a construir lo que
llamamos nuestro narcisismo, esto es, nuestra imagen de nosotros, nuestra
autoestima. Pero aquí llega la parte menos evidente: cuando no sabemos
obtener suficientes caricias positivas, necesitamos obtener ese
feedback aunque sea a través de las caricias negativas.
Detrás de
la extrema rebeldía bien podemos intuir una desesperada llamada de atención.
Niños, adolescentes o adultos que aprenden que a través de la destrucción
encuentran algo, aunque ese algo sea el reproche, el castigo o el desprecio.
Así
muchas de las disfunciones que observamos en las relaciones interpersonales no
se generan de manera consciente. Aquellos que no encuentran su sitio en los
grupos (amigos, familia, trabajo) y se victimizan a cada oportunidad para
sobresalir, o los que buscan excusas para batallar sin descanso generando
duelos de confrontación con tal de sentirse escuchados. Al final necesitan su
porción de protagonismo aunque sea a golpe de pecho en un intento de recibir la
tan anhelada caricia.
Dicho de
otro modo, preferimos el dolor a la nada, porque no hay nada que duela más
que la ausencia.
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