De los manuales diagnósticos
establecidos por consenso internacional, elaborados por la comunidad
científica, e integrados por una basta relación de nombres rimbombantes que
definen los padecimientos mentales, existen dos prototipos de personalidad que
se asocian a patrones sexuales de comportamiento: la histeria como máxima
representante de la patología femenina y los antisociales de la patología
masculina.
Ambas entidades se refieren a una
manera de reaccionar, relacionarse y sentir. Por ejemplo, la histeria encarna
esas estrategias de seducción, coquetería o superficialidad, con las que se
pretende llamar la atención; con más intensidad si cabe tratándose de la conquista del varón.
El antisocial aunque no tiene
aspiraciones de protagonismo, estará dispuesto a hacer cualquier cosa para
conseguir sus objetivos vitales pasando por encima de quien haga falta.
Para la histérica, el resto de
mujeres son la ingrata competencia a la que enfrentarse a través de la
devaluación o crítica sustentada en profundos sentimientos de celos y envidia,
mientras que el antisocial, no necesita artimañas: cualquier cosa que se
interponga en su camino es eliminada sin titubeos.
Bajo estrategias primitivas de
enfrentamiento, el recurso emocional (que no el racional) se utiliza como vía
regia para la consecución de sus planes. En la histeria: la provocación sexual,
la teatralidad, la exageración, las reacciones desproporcionadas, la
manipulación. En el antisocial: la humillación, impulsividad, la mentira o la
agresividad.
La emoción intensa es a ambos
como la droga lo es al adicto y el síndrome de abstinencia que les lleva a
recurrir una y otra vez de nuevo al “consumo”: el tan temido aburrimiento.
Dentro de este esquema, la
realización de deseos en la histeria se traduce en insatisfacción.
Mientras esté presente el anhelo,
la incertidumbre, la fantasía o la duda, la diversión está servida. Por eso
prefieren postergar sus deseos antes que cumplirlos, prefieren provocar antes
que consumar, sentir el amor platónico antes que el compromiso.
El antisocial sin embargo no
renuncia a ellos (sus deseos) sino todo lo contrario: los persigue a cualquier
precio y con absoluta anestesia emocional si precisa pasar por encima de los
demás.
En resumen de lo mencionado en el
artículo anterior, la caricatura para cada uno de ellos sería la de la
histérica utilizando las armas de mujer, esto es, la seducción para conseguir
sus objetivos de generar deseos en los otros, y el antisocial utilizando la
fuerza, el miedo, la dureza o la imposición que reafirma su masculinidad, esto
es, el falo del poder.
Simplificando aun más y
trasladándolo al registro de lo cotidiano, la manera de resolver un conflicto
en la mujer histérica sería con el llanto y en el hombre antisocial a golpes.
Esos prototipos de lo comúnmente
asociado al comportamiento femenino y masculino sin embargo no han tenido la
misma interpretación a lo largo de la historia.
Los orígenes de la histeria se
remontan al siglo V a.c., descrita por Hipócrates como una enfermedad causada
por un útero aberrante (del griego hystéra:
útero o matriz) que viajaba a través del cuerpo y podía llegar al cerebro
excitando los tejidos neuronales durante la menstruación y causando
alteraciones en el comportamiento de la mujer tales como el descontrol.
Cada época desvela un síndrome
nuevo, y el paralelismo moderno de esos cambios emocionales asociados a la
menstruación es el actual trastorno disfórico premenstrual. Como podrán
observar, en la literatura científica no faltan categorías para referirnos a cualquier tipo de fenómeno
digno de ser catalogado como trastorno.
Pero extrañamente, tal y como
señalan Millon y Davis en un ingenioso escrito, “la historia no recoge en ningún momento la existencia de un pene
viajero y aberrante que pudiese desprenderse, alojarse en el cerebro y
distorsionar la percepción para explicar de este modo la conducta antisocial de
los hombres”.
El recurso de la fuerza/destrucción
en el hombre, o de la pena/seducción en la mujer han estado igualmente
arraigados en la naturaleza humana y quizás no seamos suficientemente honestos
si no planteamos una nueva expresión que lo defina.
De nuevo, remitiéndome a los ya
citados autores, “ aunque muchas podrían
admitir cambios emocionales y conductuales relacionados con su periodo
menstrual, las mujeres pueden defender también que estos cambios ocupan sólo
unos pocos días al mes, mientras que un pene altera la conducta de los hombres
la mayor parte del tiempo”.
Para hacer alarde de nuestra
capacidad a la hora de ponerle nombres a las cosas, ¿cabe añadir una nueva
categoría diagnóstica? EL PENE VIAJERO.