jueves, 5 de septiembre de 2013

Diario de un introvertido

La  timidez me acompaña desde que nací. Todavía recuerdo cómo mi hermano mayor me llevaba a regañadientes obligado por mi madre para hacerme partícipe de su grupo de amigos, pero yo era una carga. Al menos con él, con los míos, sentía seguridad, pero pronto tuve que prescindir de mi círculo de confianza y abrirme a un mundo de gente nueva que me asustaba.

Las personas tímidas como yo lo pasamos mal pensando en cómo se nos verá desde fuera. Siempre que estoy con gente, sobre todo si no tenemos mucho trato, mi  cabeza se dispara y empieza el baile: que si me pongo rojo, que si tengo la postura correcta, que si ahora me toca hablar a ver que digo o llevo un rato callado y voy a parecer un bicho raro.
Si caigo bien o mal, ¿qué pensarán de mí?. Si hablo, mal porque puedo meter la pata, si me callo, mal también porque puedo parecer estúpido… ¡qué difícil!
Pero ya he encontrado una manera de disimular: pongo mi mejor sonrisa y sirve para muchas cosas: hace que parezca simpático aunque no hable, vale para que los demás piensen que me interesan. No es que no me interesen pero mi imagen ocupa tanto tiempo mi atención que a veces no me concentro en lo que están contando.
Esto se me ha ocurrido a mi solo después de muchos años buscando cómo actuar. En todo este tiempo he leído numerosos libros de inteligencia emocional (debe ser lo que me falta) y he ido a talleres de habilidades sociales donde me han enseñado trucos curiosos como el de mirar al entrecejo cuando mantengo una conversación. Otra estrategia de disimulo: así nadie puede decir que no miro de frente pero tampoco me ruborizo porque esa parte de la cara, a diferencia de los ojos, no me intimida.
Y no pretendo quitarme ni un ápice de responsabilidad pero me cuestiono el sentido de las exigencias sociales y me pregunto por qué tenemos que ser los introvertidos los que hablemos y no los habladores los que guarden silencio. A mi me gusta el silencio. No siempre tengo algo que decir, y mucho menos algo importante que decir.

El silencio es el escondite para que no se me vean pero también en el silencio soy capaz de estar conmigo mismo. Antes a eso se le daba valor y se buscaba, como en los jardines renacentistas, el equilibrio entre lo social y el refugio de los intelectuales, entre la razón y la abstracción, entre el pensamiento y la fantasía.

Ahora la arquitectura no está pensada para pensar sino para relacionarse. Los edificios son comunitarios, las plazas redondas, los ascensores pequeños y los jardines dispuestos para la interacción.
No es  que yo sea un intelectual pero sí que echo en falta tener un sitio para estar en silencio donde  hablar no sea una obligación si no lo precede un deseo.