Pasé un tiempo preguntando a mis
compañeros por qué habían elegido esta profesión y descubrí que la mayoría
tenían alguna motivación especial. Una de ellas era la de ayudar a personas
cercanas que tenían problemas.
En algunos casos esas personas
venían del pasado remoto, como fantasmas que aún se mantienen presentes, de
momentos difíciles vividos que generaron la impotencia del que no sabe qué
hacer por aquellos a los que ama y ve sufrir, como una especie de asignatura
pendiente.
Otra de las razones fue la de
ayudarse así mismos, de comprender su inseguridades, miedos, contradicciones...
las que están en todos y con las que intentamos lidiar como podemos.
Cada profesión tiene un sentido y
seguramente, para muchos de nosotros, dicho de una forma u otra, se trata de
ambas cuestiones: ayudar a los demás como una forma también de ayudarnos a
nosotros mismos.
Pero las cosas cambian cuando uno
sale de la carrera. Al llegar el momento de dar el salto de las paredes del aula
a las de la consulta, lo mejor que le puede pasar a un psicólogo es tener
miedo: si, miedo a no estar suficientemente preparado para asumir la vida,
conflictos y angustias de los demás.
Y digo miedo porque solo desde la
inquietud que genera este sentimiento uno puede cuestionarse el papel que
imprime nuestro rol: ningún psicólogo tiene capacidad para decidir lo que los demás tienen que hacer,
sentir o pensar aunque se nos otorgue ese lugar, casi en forma de exigencia.
Hay una premisa fundamental que
no podemos descuidar por mucha experiencia o años de trabajo que nos avalen y
es que no sabemos más que quien se sienta delante de nosotros y nuestro único saber es el que deviene de la
escucha.
Psicólogos, psicoanalistas,
terapeutas, orientadores, clínicos o expertos
simplemente hemos adquiridos unos conocimientos teóricos, escritos en un
puñado de libros, pero que ninguno refleja de manera exacta la vida individual
e intransferible de nuestros pacientes.
Sin embargo, la omnipotencia que
se nos asume o elegimos defender es uno de esos temas para los que nadie nos
prepara. Desde la actitud clínica nos domina un afán curativo y normalizador
sobre el que no está de más prevenir aun suponiendo el reconocimiento de
nuestras propias limitaciones: ni todo dolor es enfermo, ni toda enfermedad es
tratable.
Cuántas veces me han preguntado
el tiempo que hace falta para reestablecer un nivel de funcionamiento
aceptable, esto es, para ser capaz de vivir como alguien que aunque sufra –como
todos lo hacemos- eso no impida llevar una vida “normal”.
Ojala y esta cuestión se
resolviera con alguna fórmula mágica o matemática y pudiera contestar que en
función de su altura, peso, edad, recorrido, familia, experiencias y síntomas,
el resultado es que en 5 meses vuelves a ser el que eras antes.
Hace tiempo aprendí que no existe
tal fórmula, que el paisaje se descubre caminando, que solo puedo ofrecerme a
recorrer el viaje a su lado, eso si, sin renunciar, pase lo que pase a estar
con el otro y para el otro.
Pero en este viaje que simboliza
la experiencia de la terapia, el sufrimiento que se pone en juego no es
únicamente el del paciente. Cuan acostumbrados estamos los terapeutas a mirar
el dolor ajeno, pero qué pocas veces hablamos del nuestro.
Por eso me permito la licencia de
rescatar algunas de las palabras que una inestimable psicóloga, Blanca Fajardo,
escribió en 2005 en el poema titulado Miradas,
donde resume con sensibilidad y
franqueza la otra cara de la realidad:
Ojos que, huidizos,
apenas se detienen sobre el alma,
sólo miran con técnica mirada
las heridas del cuerpo y, sin mirarlas.
Ojos secos, sin lágrimas,
fríos, profesionales, competentes,
sin mirar a los otros, los dolientes,
porque si miran, saben
que perderán parte de competencia.
Ojos tristes, miedosos
de entrar en las profundidades de otra vida,
no vaya a ser que otros ojos
que observan luego digan
¡no sabe hacerlo! y... ¿por qué mira?.
Al final a cada uno le toca
aprender a vivir con sus propios temores, y los terapeutas los experimentamos
en el espacio que se construye en cada sesión, en las conversaciones de diván,
en ese encuentro tan peculiar.
Cada vez que me pongo delante de
un paciente sufro su angustia, me entristece su dolor, me preocupan sus
problemas, pero también me acompaña la firme convicción de que uno puede
cambiar si su compañero es capaz de arrojar algo de luz en las sombras.
Nunca olvido cargar las pilas de
mi linterna antes de ir a la consulta.
DESPUÉS DE ESTOS 10 AÑOS DE EXPERIENCIA, A VOSOTROS, MIS PACIENTES OS DEDICO ESTE ARTÍCULO